Domingo. 23:00h. Como todos los años desde que tengo uso de razón, siendo bien pequeño (sí, uno fue cinéfilo, desde bien chiquito), me acuesto dispuesto a levantarme para ver a ceremonia de los Oscar. Da igual que me haya pasado el fin de semana esquiando y llegue agotado. Que esté exhausto, porque no he parado en tres días de deporte y turismo, y que muera por dormir. Da igual, insisto. Suena el reloj a las 1:00 horas y un servidor está arriba. Sin pensármelo. De un solo movimiento. Tras una pequeña minisiesta nocturna de menos de dos horas, ahí estoy yo enfrente de la tele, siempre acompañado de “mi doña”, que aparte de ser lo más, es una santa, y me acompaña año tras año en mi desvele cinéfilo nocturno, dispuesto a disfrutar de la gran noche del cine. Y no importa el cansancio. Nada. No cierro en ningún momento el ojo. Me entrego en cuerpo y alma a la ceremonia. Y la disfruto como cuando era un crío y soñaba con algún día en estar allí. Ya soy un “señoro”. Un tanto viejuno. Pero siigo soñando, no lo crean. Por eso que no quede. Pero, mientras eso llegue, me limito a gozar de la ceremonia y a sacar las siguientes conclusiones.
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