Exótico, que no exquisito

Me encanta lo desconocido, lo exótico. Conocer nuevas culturas. Viajar a otros países y descubrir nuevas cosas. Nuevas formas de vida, nuevas experiencias, nuevas formas de entender la existencia, probar desconocidos ingredientes, lejanas gastronomías, … Disfruto conociendo nuevas mentalidades, nuevas formas de encarar la vida, desconocidas filosofías y, en definitiva, tener nuevas experiencias. Me gusta lo tradicional, lo convencional, pero también lo extraño, lo raro.

Lo mismo con el cine. Me encanta entregarme a nuevas cinematografías. Descubrir directores de nacionalidades diversas y enriquecer mi disfrute fílmico con extrañas y diferentes experiencias. Me encanta tener nuevas sensaciones en la gran pantalla y dejarme llevar por vaivenes de emociones desconocidos, viajes locos a nuevos países, con personajes “outsiders”, si me apuran “freekies” (acaso, ¿alguien no lo es?), que no encajan en la norma o, al menos, la sociedad (ella y sus malditas reglas) así lo decide.

Pero también soy de los que creen que no siempre lo exótico es lo mejor, lo más exquisito. Soy de esos que piensan que la calidad no responde a si una película es comercial o lo más independiente del mercado, si es “palomitera” o hecha con “crowdfunding”, si ha costado una millonada o ha sido parida desde las entrañas del creador más independiente que conozca el celuloide, si es de Japón, Hollywood o Sebastopol o si se ha rodado en Cuenca o en Milwaukee. Si va de “tuneadores” de coches, grafiteros albanokosovares, escritoras feministas en el oeste o marcianos transexuales invadiendo la tierra. Me da igual, mientras en su metraje haya entretenimiento y emoción. Alma y vida (y vidilla, vaya). Del mismo modo siento que en muchas ocasiones hay un cierto postureo “cool” y de modernos en el que se tiende a sobrevalorar lo diferente, “raruno” y no “main stream”, solo por su condición de extraño o novedoso, a la vez que se tiende a infravalorar por debajo de lo merecido a aquellos largos que, por clasicismo o convencionalidad, responden a patrones más vistos y tradicionales. A pesar de que lo que te tragues sea un tostón. Si está hecho en el más recóndito lugar de Taiwán vale, si todo lo que te cuentan, aunque no entiendas nada, sea metáfora en vena, obra maestra. No lo comparto, aun declarándome fan el cine más radical y valiente (pero siempre que esté lleno de verdad y no sólo se ampare en el “te tiene que gustar, sí o sí, porque es moderno”). Y de hecho lo sufro en las últimas dos pelis que veo en cine. Vamos con ellas.

 

“El huevo del dinosaurio” / “Öndög” (Dir: Quan´an Wang):

Encuentro muchos elementos positivos en la última ganadora de la espiga de oro en la “Seminci de Valladolid”. Me hace gracia su trama (la de una mujer, lugareña de la zona, que tendrá que proteger de los lobos a un policía, que a su vez tiene que pasar una noche en plena estepa de Mongolia para vigilar el cadáver de una mujer que ha sido encontrada muerta), también sus entrañables personajes (especialmente su protagonista, esa mujer, que ya la quisiera Almodóvar para uno de sus largos, solitaria y fuerte, que fuma con la misma soltura que se desplaza en camello o dispara un rifle), disfruto un montón de su helador y sobrio paisaje, el de ese árido horizonte estepario de aire de western “fordiano” y que en ciertas estampas de la peli me recuerda a mi admirado Hopper. Además, no niego que hay situaciones curiosas (la de esa mujer haciendo pis en medio de la nada con un objetivo concreto, o esas escenas de sexo totalmente naturalizadas y cotidianas, absolutamente desdramatizadas y naturales, …) y que muestran de manera muy veraz la realidad de una geografía y una sociedad totalmente desconocida para un menda, llenando a esta especie de docu-drama, con tintes de comedia, de valor antropológico y folclórico. Hasta ahí bien. Lo confieso. Pero su ritmo lento y el hecho de que apenas pasa nada (cosa que no suele por qué importarme si lo que me muestran me engancha y me absorbe) me impiden ver la maravilla que ve la crítica especializada. Recuerdo que soy un simple aficionado y a lo mejor eso influye, que ve mucho cine, también es verdad, pero no me dejo atrapar ante tal ejemplo de la cinematografía china. No sé si tengo razón o estoy ciego, pero no veo la maravilla descomunal que perciben los entendidos de la reseña cinéfila. El otro día la de Terrence Malick duraba tres horas, se me pasó como si durara 1 hora y media; aquí dura 1 hora y media, salgo del cine como si hubiera durado 3. Agotado. Paradojas de la vida. Deduzcan ustedes, tras mis palabras, si se la recomiendo o no.

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“Sinónimos” / “Synonimes” (Dir: Nadav Lapid):

Yo sí que no encuentro sinónimos o, al menos, adjetivos calificativos suficientes para decir lo poco que me ha gustado esta cinta francesa sobre un inmigrante israelí que no se encuentra feliz en su país natal, por eso huye, pero tampoco en el de acogida al que está recién llegado, Francia. Aburrida, pretenciosa, forzada, engolada, complicada, rebuscada, grotesca, ridícula, incluso, modernilla y desenfocada. Había oído hablar maravillas de esta cinta, que incluso llegó a ganar el Oso de Oro de Berlín, que de modo metafórico habla de la inmigración y los nacionalismos, pero yo no le pillo el punto, ni la gracia, ni “ná”. Es verdad que todo es pura metáfora y que no hay que leer nada de manera literal en este “sainete” esnob que habla de identidades mezclando Política, Lengua y Sexo, pero aun así me parece algo creado desde la mayor de las pedanterías y nunca desde la auténtica verdad. Todo empieza cuando nuestro protagonista, un soldado de Israel que ha emigrado por no encontrase en su país de origen, llega a una Francia por descubrir. Allí lo primero que le ocurrirá es que le dejarán totalmente desnudo, en cueros, le robarán la ropa y todo lo que tenía (metáfora de la fragilidad y precariedad ante su nuevo y adverso escenario), hasta que le acojan unos vecinos burgueses acomodados, los cuales ayudarán al pobre desvalido movidos por algo intermedio entre la pena y la fascinación, así como el beneficio (alegóricos personajes de la Francia que los acoge). A partir de ahí un montón de secuencias llenas de simbolismo, pero también de “sin sentido”, en el que el espectador será sometido a todo tipo de situaciones entre lo esperpéntico y lo poético, regados con diálogos no menos sonrojantes y vacíos, al menos para mis oídos, aunque en teoría estén llenos de significado. Es decir, una modernez que va de “cool” y de intensa, pero en la que te aburres y te quedas perplejo a partes iguales. Al menos yo. La crítica especializada y cierto cinéfilos de corte “gafapástico” la adoran y le han dado miles de estrellas. A lo mejor es mi plano el cerebro el que no entiende nada y no me entero de la misa a la media de lo que pasa. Quién sabe. Que a lo mejor el equivocado soy yo. Lo esté o no, no puedo de ninguna de las maneras recomendársela. Más bien aléjense de ella, ese es mi consejo.

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  Solo resaltar una cosa. El gran trabajo actoral de su actor. Tom Mercier. El cual está prácticamente en cada plano del largo y el cual se deja el cuerpo y el alma en su valiente interpretación. Y digo valiente, porque le hacen pasar una gran parte de la película totalmente en pelotas, amén de hacerle pasar por todo tipo de situaciones absolutamente delirantes y acongojantes. Decidan ya ustedes si quieren o no verla. Luego no digan que no les he avisado. Palabra de cinéfilo “modernillo” pero, por lo que veo, no tan “cool” como creía. Viejuno, tal vez. Cosas de la edad.

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